Me lo quistaste todo en vida y aún así sigues negándome el consuelo del olvido eterno. Me sumergiste en un mundo de odios y sangre, dolor, lástima y silencios. Me arrebataste a puñetazos mi fuerza y me hiciste débil. Me moldeaste con manos duras y te olvidaste de darme un alma.
No te vi venir o si lo hice, ya era demasiado tarde.
Mis lágrimas hacían aflorar esa sonrisa arrebatadora tan tuya, mi sangre en tus nudillos te auguraba un buen día y el sonido de mis huesos al romperse era el elixir que te convertía en un hombre. Te regodeabas con mis llantos, suspirabas por mi dolor. Eras fuerte y tu palma abierta contra mi mejilla se encargaba de recordármelo cada mañana.
Me redujiste a una mera sombra del enorme resplandor que un día fui. Tú silenciaste la música, vaciaste mi vida y me encerraste en una bonita jaula de cristal con platos que lavar y una falsa felicidad que aparentar frente a los demás. Me impediste gritar y me prohibiste el derecho primordial por la defensa de la vida.
Nunca era suficiente para ti.
Al intentar invocar tu recuerdo, son tus patadas y esa risa febril y despreocupada las que acuden a mi memoria, martirizándome, relegándome a la miseria de la frustración y al odio hacia mi propia persona.
¿Por qué lo hiciste?
¿Por qué lo permití?
Como una cruel broma, es ahora, a un solo suspiro de la muerte cuando el valor vuelve a mí y me pide a gritos que escriba esta carta. Huí, me alejé de ti, pero no fue bastante, nunca fue suficientemente lejos. Tu mísero recuerdo, efímero y corpóreo a un mismo tiempo, me persiguió todos estos años impidiéndome forjar una nueva vida. Al cerrar los ojos o al doblar una esquina, siempre estabas ahí y yo volvía a encogerme y a replegarme en mí. El miedo se convirtió en mi compañero eterno y la sonrisa desapareció para siempre de mi vida. En una revelación casi religiosa me di perfecta cuenta de una cosa:
Te odio, tanto o más como me odio a mí misma.
Si aún no has arrugado este trozo de papel te preguntarás qué es lo que realmente quiero decirte. Tú egolatría te habrá impedido dejar de leer, ansioso por saber lo miserable que fui sin ti. No te lo mereces, pero al menos eso te lo concederé.
Sí, he sido miserable.
Corrompiste mi alma tanto o más que mi cuerpo. Mirara donde mirase solo era capaz de percibir una agonía constante por una paz vetada para mí. La envidia que sentía por la vida de cualquier desconocido me transformó en un ser huraño al que nadie se quería acercar. Me maldijiste al infierno y te juro por Dios que si es allí a donde he ido a parar, volveré. De eso puedes estar completamente seguro. Volveré y te perseguiré no solo hasta tu muerte, sino durante lo que nos quede de eternidad.
Como te dije antes, es irónico que la valentía haya vuelto en lo que posiblemente sea uno de mis últimos alientos, pero eso será lo que me de fuerzas. El rencor alimentará mis ansias de venganza y si solo puedo conseguirla desde la tumba, el Paraíso es un precio que estoy más que dispuesta a pagar.
¿Felicidad? ¿Descanso? ¿Paz? ¿El Maná?
No los quiero, si esa renuncia me asegura tu condenación a la misma vida vacía y abominable que yo misma he llevado. No hay bondad en mí, ni arrepentimiento, ni mucho menos perdón. Tú me los arrebataste todos y cada uno de ellos a gritos, bofetadas y patadas.
Ahora será mi momento triunfal. La orquesta solo tocará para mí y entre gritos ahogados y la tensión por el ansiado solo final, alzaré mi voz y te señalaré con un solo dedo. Cuando el telón baje, será mi cuerpo el que repose inerte contra el suelo, pero el tuyo el que tendrá que enfrentarse a todas esas miradas airadas que te juzgarán y condenarán. Ya no temeré a tu ira, esta vez sí que estaré tan lejos que tu imagen no me podrá alcanzar. Estiraré mis alas, alzaré el vuelo y alcanzaré la armonía de la condena eterna.
Y eso, querido, es algo que tú nunca poseerás.
Sin firma, ni nombres –sabes perfectamente quién soy –, un hasta luego creo que será lo más acertado.
Hasta que nos volvamos a ver.
No te vi venir o si lo hice, ya era demasiado tarde.
Mis lágrimas hacían aflorar esa sonrisa arrebatadora tan tuya, mi sangre en tus nudillos te auguraba un buen día y el sonido de mis huesos al romperse era el elixir que te convertía en un hombre. Te regodeabas con mis llantos, suspirabas por mi dolor. Eras fuerte y tu palma abierta contra mi mejilla se encargaba de recordármelo cada mañana.
Me redujiste a una mera sombra del enorme resplandor que un día fui. Tú silenciaste la música, vaciaste mi vida y me encerraste en una bonita jaula de cristal con platos que lavar y una falsa felicidad que aparentar frente a los demás. Me impediste gritar y me prohibiste el derecho primordial por la defensa de la vida.
Nunca era suficiente para ti.
Al intentar invocar tu recuerdo, son tus patadas y esa risa febril y despreocupada las que acuden a mi memoria, martirizándome, relegándome a la miseria de la frustración y al odio hacia mi propia persona.
¿Por qué lo hiciste?
¿Por qué lo permití?
Como una cruel broma, es ahora, a un solo suspiro de la muerte cuando el valor vuelve a mí y me pide a gritos que escriba esta carta. Huí, me alejé de ti, pero no fue bastante, nunca fue suficientemente lejos. Tu mísero recuerdo, efímero y corpóreo a un mismo tiempo, me persiguió todos estos años impidiéndome forjar una nueva vida. Al cerrar los ojos o al doblar una esquina, siempre estabas ahí y yo volvía a encogerme y a replegarme en mí. El miedo se convirtió en mi compañero eterno y la sonrisa desapareció para siempre de mi vida. En una revelación casi religiosa me di perfecta cuenta de una cosa:
Te odio, tanto o más como me odio a mí misma.
Si aún no has arrugado este trozo de papel te preguntarás qué es lo que realmente quiero decirte. Tú egolatría te habrá impedido dejar de leer, ansioso por saber lo miserable que fui sin ti. No te lo mereces, pero al menos eso te lo concederé.
Sí, he sido miserable.
Corrompiste mi alma tanto o más que mi cuerpo. Mirara donde mirase solo era capaz de percibir una agonía constante por una paz vetada para mí. La envidia que sentía por la vida de cualquier desconocido me transformó en un ser huraño al que nadie se quería acercar. Me maldijiste al infierno y te juro por Dios que si es allí a donde he ido a parar, volveré. De eso puedes estar completamente seguro. Volveré y te perseguiré no solo hasta tu muerte, sino durante lo que nos quede de eternidad.
Como te dije antes, es irónico que la valentía haya vuelto en lo que posiblemente sea uno de mis últimos alientos, pero eso será lo que me de fuerzas. El rencor alimentará mis ansias de venganza y si solo puedo conseguirla desde la tumba, el Paraíso es un precio que estoy más que dispuesta a pagar.
¿Felicidad? ¿Descanso? ¿Paz? ¿El Maná?
No los quiero, si esa renuncia me asegura tu condenación a la misma vida vacía y abominable que yo misma he llevado. No hay bondad en mí, ni arrepentimiento, ni mucho menos perdón. Tú me los arrebataste todos y cada uno de ellos a gritos, bofetadas y patadas.
Ahora será mi momento triunfal. La orquesta solo tocará para mí y entre gritos ahogados y la tensión por el ansiado solo final, alzaré mi voz y te señalaré con un solo dedo. Cuando el telón baje, será mi cuerpo el que repose inerte contra el suelo, pero el tuyo el que tendrá que enfrentarse a todas esas miradas airadas que te juzgarán y condenarán. Ya no temeré a tu ira, esta vez sí que estaré tan lejos que tu imagen no me podrá alcanzar. Estiraré mis alas, alzaré el vuelo y alcanzaré la armonía de la condena eterna.
Y eso, querido, es algo que tú nunca poseerás.
Sin firma, ni nombres –sabes perfectamente quién soy –, un hasta luego creo que será lo más acertado.
Hasta que nos volvamos a ver.
“Un averno sin ti es infinitamente mejor a mil paraísos contigo”.